Para EL CLUB DEL ROCK – TIM DRAKE
La cosa es así: El rock genera violencia y muerte. No hay más… dicen. Y ya cada quien creerá lo que quiera. Y si, el género es violento, fuerte, cuestionador, idealista, contestatario. Pero es eso, no una pistola cargada lista para ser disparada.
Hablar de casos específicos me llevaría todo un tratado y el espacio es pequeño o el tiempo no es mucho; pero desde las muertes en conciertos, asesinatos o suicidios “provocados” por alguna letra, han regado de sangre la escena rockera.
No nos burlaremos de nadie, pero todos los puritanos y castigadores del rock, no se malviajen con cuestionamientos infundados acerca de su influencia, pues la música, en especial el rock, le da personalidad y nutre culturalmente en demasía a quien lo escucha. No todos los temas son boberías de amor y canciones románticas, si ya sé que si las hay, pero en un nivel menos simplista, el rock es protesta, propuesta y revolución; libertad y hasta rebeldía.
El rock no es un Led Zeppelin inyectado en las venas, un Jim Morrison fumado, ni una Janis inhalada. Tampoco es U2 deshaciéndose en la lengua, ni un Rolling Stones ingerido. No juzguemos al rock por oficio. Este género que muchos amamos y defendemos tiene una trascendental meta, y tengan por seguro que no es la muerte o provocar la muerte de alguien.
Quien decide quitarse la vida lo hace por cuenta propia, tal vez acogido por un coro, por una tonada, tal vez ha decidido irse con un buen soundtrack, un buen recuerdo sonoro, un regalo que solo el rock puede dar. No vayan con Manson o con Judas Priest, no. Vayan con la familia, amigos del suicida, reclámenle a esos. No busquen pretextos donde no los hay. Mejor vayan un día a acampar y ya entrada la noche, miren el cielo y claven su mirada en el infinito mientras escuchan a los Doors diciendo “This is the end…”